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Una realidad muy dolorosa detrás de esa puerta (hoy sin Golf)

Por Marcelo Barba

La verdad es que cuesta concentrarme. Entiendo que esto les puede pasar a muchos. Cada día vemos y escuchamos cómo avanza un deterioro inexorable, con una trayectoria parecida al del Titanic. Esa es la visión sobre Argentina, mi país.

No quiero dejar de escribir, ni de hacer lo que hago cada día, pero existe un grado de violencia sorprendente que crece minuto a minuto; por las cosas que nos pasan, el manoseo político, la inflación imparable, la falta de alternativas que representen a la gente, la tremenda grieta que se abre como carne desgarrada y nos separa cada vez más entre los habitantes, grandiosas diferencias entre los que pueden y los que ya no pueden más… entre los que comen y quienes no; con las personas que duermen en las calles, con quienes pueden acceder a medicamentos, con los que aún poseen trabajo, en fin… seguimos acumulando presión.

Y es increíble. Inexplicable, desde cualquier razonamiento lógico que esto no estalle de alguna forma ‘pacífica’. Yo lo hice y me descargo escribiendo y compartiéndolo con los lectores que siempre nos acompañan.

Hace unas semanas que no juego. La última vez, mi pelota salió desviada hacia uno de los límites del campo, un perímetro alambrado que separa al predio del Golf de otro mundo distinto, como una gran puerta. Se acercó un muchacho de unos 8 años, tal vez 10, con la pelota en su mano y cuando me la devolvió me pidió algo de comer (sí, comida. Léanlo nuevamente).

Necesitaba una fruta, una golosina, un pan, cualquier cosa menos dinero… porque seguramente nunca llegaría a gastarlo (se lo quitarían sus acompañantes, no se). Le di lo que llevaba y además un billete muy doblado para que nadie lo viera y pudiese esconderlo en su gorra, la única vestimenta ‘sana’.

Fue difícil pensar y concentrarme. Acompañé a mis amigos ejecutando tiros en automático… sin placer ni diversión. A mi lado me acompañó la imagen de ese joven descalzo, flaco y hambriento; caminaba junto a mí. Había abierto una de esas puertas (ese alambrado) que me puso en contacto bien directo con una realidad que no comprendía bien, que la escuchaba, la veía, pero hasta que no me pegó con su puño en el medio de la cara no la conocí en toda su dimensión.

Es posible (casi seguro) que con los años me esté volviendo medio llorón y sensible. Sobre todo, cuando uno pasó una vida de trabajo duro, de estudios y esfuerzos, de lucha por darles a nuestros hijos aquello que no pudimos tener.

Ahora veo a mis nietos y pienso en su futuro… es tremendo, aplastante; porque por más que intentemos protegerlos, asfaltarles sus caminos, ‘blindarlos’ o hacerlos impermeables frente a lo que nos rodea, viajan en primera clase, con nosotros, pero en el mismo Titanic.

Es muy difícil explicarle a un niño porqué otros chicos no pueden comer una golosina, usar un par de zapatos o poseer cualquier juguete. Quizá esté demasiado alterado, pero me duele en mis tripas la tremenda desigualdad que crece y me hace acumular tanta impotencia que hasta me siento falsamente culpable. Siento culpa por sentarme a una mesa limpia a comer un plato caliente, con comida de sobra, con agua limpia en mi vaso, con luz, calor y confort, con todo lo que de alguna forma logré con mi esfuerzo. Pero… pasando esa puerta…

Detrás del grueso y opaco vidrio del auto que nos lleva y separa de la realidad, también hay gente con más necesidades.

Podremos refugiarnos viviendo en una zona exclusiva, barrio cerrado o country como se dice, con custodia privada y todo eso; pero es un refrito moderno de un gueto y en algún momento del día tendremos que salir, por esa puerta…

¿Qué rara anestesia nos corre por las venas? ¿Cómo puedo llegar a recorrer un campo de Golf, sin quitarme esas imágenes de encima y concentrarme…? ¿Cómo puedo permitir acaso, que alguna de mis hijas o nietos deseche comida en su plato, descuide sus ropas o no les de valor a sus cosas, sin pensar en lo que pasa justo detrás de esa puerta…?

Amo la buena vida, el rico vino, la comida sabrosa, un buen automóvil y por supuesto el Golf… No llevo ningún cartel político ni religioso, ni bandera social que me identifique. Intento mantener un perfil bajo, pasar inadvertido en mis actividades, porque cada vez más, siento que cualquier actitud (normal para muchos de nosotros) puede llegar a ofender a otras personas que están detrás de las muchas puertas que cruzamos a diario. Y eso se interpreta y se siente como violencia.

Caridad, humanidad, sensibilidad, comprensión. Una receta que se me ocurre como lógica y tal vez única, para seguir caminando nuestros destinos mientras que podamos hacerlo.

Pido disculpas, porque hoy no escribí nada referido a historias o tips de Golf, tampoco sugerí dejar de practicarlo; quizá lo mejor que se me ocurre para quienes sientan cosas similares, es activar un acto de comprensión; como si bajásemos el oscuro cristal del auto o abriéramos alguna de esas mil puertas imaginarias para intentar darles una mano y ofrecer una ayuda mínima, a quienes circunstancialmente conozcamos:

  • Posiblemente ya no necesitemos de la asistencia ni de la compañía de un caddie, pues bien, tomémoslo de todas formas; porque a través de él también estaremos ayudando a su familia.
  • Necesitemos o no recuperar algunas bolas, también podría transformarse en una ayuda que no se parezca a una limosna. Podríamos comprárselas al muchacho que las ofrece detrás del alambrado, sin fijarnos ni analizar tanto el estado de deterioro de las mismas…
  • Carguemos en nuestra bolsa, alguna golosina, una fruta o alimento imperecedero (no necesariamente grande) e inclusive, alguna ropa que no usemos; siempre se presentará el momento para ofrecerlo y jamás nos imaginaremos la tremenda ayuda que ello significará. En su momento le llevé lápices, cuadernos, algún libro y hasta cepillos y pasta dental para los hijos de un caddie. Nos emocionamos juntos…
  • Hablemos. Preguntémosle a la gente que se nos acerca qué cosa necesita… en silencio, sin que los demás escuchen; comprometámosle una ayuda para la próxima vez que los veamos. No se olvidarán de la cita ni del eterno agradecimiento.

Seamos reservados y cuidadosos con nuestra ayuda, sobre todo, en la forma en que la demos. La gente no espera una limosna ni un acto público estridente. Primero espera nuestra comprensión, sensibilidad, quizá hasta un abrazo y después la ayuda.

La vida va y viene. Hoy nos toca estar de ‘este lado’ y podemos ayudar. Mañana… podríamos estar detrás de cualquier puerta.

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